23 de octubre de 2020

RETAZOS DE LA VIDA DE CELIA. CAPÍTULO SÉPTIMO.

 


Los padres de Celia se trasladaron a vivir a Guardo, provincia de Palencia.

Guardo vivía  de la agricultura y la ganadería, pastos, cereales y lino, si bien existe también una tradición alfarera cuyo origen se desconoce, pero que ha llegado hasta nuestros días.

El desarrollo industrial de Guardo fue paralelo al descubrimiento del carbón en la comarca a finales del siglo XIX y la construcción del ferrocarril de vía estrecha La Robla- Bilbao, llamado "El Hullero" que ponía dicho carbón en puertos de mar como Santander y Bilbao y sobre todo en los Altos hornos de Vizcaya.  Con el inicio de la minería a principios del siglo XX y el aluvión de gentes de otras tierras que buscaban trabajo en la extracción del carbón, se modifica la fisonomía del pueblo y el casco urbano antiguo va siendo engullido por las nuevas construcciones.  Wikipedia.




Celia venia de un pueblo más pequeño que la hermosa villa de Guardo.  Se mudaron allí, porque su padre encontró trabajo en la minería. Tenía entonces cinco años.

Su abuelo era un empresario minero que procedía de León. Se había enamorado de su abuela, cuando fue con su hermano a explotar las minas cercanas al pueblo de donde ella vivía.

Con la venta de la herencia de la madre de Celia y algún ahorro, pudieron dar la entrada para un piso de protección oficial de los primeros que se hicieron en aquellos años.

Era un luminoso piso en la planta baja rodeado de un jardin.

Su padre le había dicho a Celia, que en el nuevo piso había una enorme taza blanca donde podía hacer pipí dentro de casa. En su pueblo por entonces no había baño, con el consiguiente problema a la hora de esos menesteres cotidianos que a todos nos acusan. Eran los años cuarenta.

Ella, con su curiosidad innata, lo primero que quiso ver fue  la enorme taza que en su imaginación había idealizado. Al verla, se quedó muy sorprendida y sin atreverse a sentarse en ella. Temía escabullirse dentro sin saber donde iría a parar. Por más que su padre le animó a hacerlo, no hubo manera. Pero la necesidad pudo más que su miedo y fácilmente se fue acostumbrando.




Por entonces se acondicionó el caserón construido en base  a la fachada de sillería, y que en el último tercio del siglo XIX había pertenecido a D. Antonio Huertes, en un Colegio de las Monjas del Amor de Dios. 

El padre y la madre de Celia quisieron que su hija estudiase allí, preocupándose de tener una plaza muy cotizada entonces. 



Por aquella época había grandes nevadas que a veces le impedían ir a clase. Esta foto es más actual y la nieve es menor. 

Entonces se pasaba la mañana al calor del hogar viendo a los mayores hacer caminos con palas para poder salir. Lo que le encantaba era jugar con la nieve. Tirar bolas a los amigos, resbalarse por ella cuando estaba helada en alguna cuesta. O simplemente tirarse con los brazos abiertos todo lo larga que era cuando estaba recién caía, dejando la huella de su cuerpo en forma de ángel.

Celia lucía flamante con su uniforme impoluto, que consistía en un pichi con una blusa blanca,  corbata y abrigo para los días de invierno. Su madre la peinaba con dos coquitos a cada lado con unos prendedores de margaritas. Había heredado el pelo abundante y recio de su padre y no tenía problema alguno. Eso si, la hubiera gustado tenerlo más liso, pues lo tenía muy ondulado y era difícil dejarlo largo.

Algunas veces, jugando, hacía realidad su sueño de tener una hermosa melena lisa, poniéndose una toalla como peluca. Con su melena de mentirijillas y los tacones de su madre iba poniendo los cimientos de su alma femenina presumida y coqueta.

Entraban en fila cada mañana los chiquillos al colegio y salían igual. 

No recuerda a ninguna monja de manera especial. Por entonces ella estaba más por la labor de conocer nuevas amigas.

Se le han borrado casi los recuerdos de entonces. Era muy pequeña.

Recuerda que la fiesta del colegio, era el Día de la Niña María. Entonces se celebraba una misa con cánticos y el colegio se llenaba de una alegría especial.

Quizá con motivo de esa fiesta y de alguna otra, venía el fotógrafo, y detrás del colegio, en el Otero, les hacían fotos en grupo. Lo que si recuerda, eran las risas cómplices a la hora de posar. Cuanto más les decían que estuvieran quietas, más risa les daba. Los posados podían durar horas. Entonces se utilizaban las cámaras de carrete, y me imagino al pobre fotógrafo, hasta obtener la foto deseada antes de que se se le acabara el carrete y la paciencia.

Allí pasó sus primeros años de enseñanza y donde nació su amor por las letras. 

El arte de conocer las letras, unirlas y formar frases aprendiendo caligrafía, para después seguir un dictado, o hacer una redacción, le cautivaba de manera especial. 

Después aprendió a utilizar el plumín sujeto a un palillero que llenaba de tinta proveniente de un tintero. ¡Que peligro tenía aquello...! La tinta se podía verter por la falda o la camisa del uniforme. Y las manos y los dedos eran pasto del color azul o negro imposible de quitar.

Pero como todo avanza, comenzaron a aparecer por el aula unos modernos tinteros de plástico que no dejaban caer la tinta. Incluso se les podía poner boca abajo y no se salía. 

Era como algo mágico para aquellas pequeñas criaturas que comenzaban asombradas a conocer el mundo. 

Claro que estos artilugios eran caros por estar de actualidad. No todas las familias se podía permitir un gasto así. Celia siguió con su tintero de cristal, mientras por el rabillo del ojo miraba los de sus compañeras más afortunadas.

Pero un día, sin querer, tiró al suelo uno de aquellos modernos tinteros y le hizo una enorme raja por la que se salía la tinta. La dueña, puso el grito en el cielo, acusándola a la sor María de turno que le obligó a pagar el diabólico aparatejo. 

¡Menuda drama y menuda injusticia!

Aquello le marcó de tal manera, que desde aquel mismo momento quiso que su padre la sacara de allí. 

Las clásicas "enchufadas " tenían siempre las de ganar.

Continuará....

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