27 de abril de 2020

CRÓNICA DE UN VIAJE


Suena el despertador. Son las seis de la mañana.
Tengo cita con el médico y para ello tengo que bajar a Palencia.
Leticia, que  dormita a mis pies, abre un ojo con cara de sentirse incomoda, y le vuelve a cerrar como preguntándome: ¿Donde vas a estas horas?
No solemos madrugar ni ella ni yo.
Ejercemos de jubiladas que para eso tenemos ya una edad...
Somos noctámbulas y nos gusta la noche y sus misterios.
Nos acostamos tarde, muy tarde...
Por lo tanto, si un día tenemos que levantarnos antes de la hora pactada el organismo se rebela y protesta.



En la calle hace frío y llovizna. 
De camino a la estación apenas me encuentro con nadie. 
Quizá se deba a que la mayoría de los habitantes de este pueblo son jubilados como Leticia y yo, y no tengan que madrugar tampoco.
Hay ambiente en el bar de la estación. Unos hombres en la barra toman su primer café.
Hablan a voces.
Mientras, van llegando más pasajeros.
Nos conocemos todos y no faltan los saludos. Para hacer más liviana la espera, hablamos del reciente desfile de Carnaval.
El autobús se pone en marcha y me quedo absorta mirando por la ventanilla.  Todavía es casi noche cerrada, pero en apenas unos minutos se abre paso el nuevo día y aparece el sol en el horizonte infinito de los campos de la vieja tierra parda castellana.
Llego al hospital y pregunto en recepción hacía donde me tengo que dirigir.
Una amplia sala de espera al fondo, repleta de gente, será por unas horas mi lugar de reposo.
Y nunca mejor dicho lo de reposo. Anoche apenas dormí un par de horas y mi maltrecho cuerpo se resiente.
Me pasan a una sala para hacerme una prueba. Se trata de apoyar la barbilla en una máquina, mirando por un agujero sin pestañear. 
Misión imposible. 
Mis ojos somnolientos se ponen a pestañear insistentemente con el consiguiente enfado de la enfermera.
Esta prueba es una de las que me tienen que realizar antes de mi operación de cataratas. Se hace con la intención de medir la tensión intraocular durante la primera consulta preoperatoria con el llamado tonómetro de aire que emite un soplido sobre la cornea y da el valor de la presión. 
Un celador nos sube en el ascensor a la planta de arriba.
Allí esperan varias personas de Guardo a las que conozco. 
Saludos y preguntas del por qué están allí.
Viene bien mostrar atención unos por otros. Quizá estemos pasando por un mal momento y nos pueda aliviar. 
Allí veo a la hija de una amiga mía que la acaba de hacer abuela y a la que saludo de manera especial.
Observo detenidamente a la gente de la sala. 
Hay muchos ancianos acompañados de familiares. Con paso casino, como si ya no pudieran con la vida, se apoyan en esos brazos protectores. Les veo perderse por el pasillo cuando son requeridos por la enfermera.
Una señora de mi edad comienza a hablar conmigo. Tiene una mirada serena, profunda...como si quisiera darte con ella lo mejor de si misma. 
Siempre me conmueven esa miradas anónimas de las gentes con las que me cruzo al azar.
Ella entra antes que yo a la consulta acompañada de su marido.
Cuando sale, se despide de mis familiares y de mi con enorme afecto y con esa luz en su mirada que me ha cautivado.
Aquello está abarrotado de gente y la cita se alarga mucho.
Si lo siento es porque quiero darme una vuelta por la Calle Mayor.



Al final lo consigo, y además como todavía estamos en rebajas adquiero dos prendas a bajo coste.
Antes me he pasado por la óptica. Necesito unas gafas de calidad para el sol. Después de mi operación, mis ojos son muy sensibles a la luz y necesito protección. 
La emblemática Calle Mayor tiene la prestancia de las plazas de los pueblos con sus soportales y todo.
Pasear por ella es para mi un placer.
Pero es la una, y quiero regresar a casa en el autobús de la una treinta. 
Comienza a llover y saco del bolso un pequeño paraguas. 
Hace un viento huracanado y me lo vuelve del revés. 
Incluso tengo que sujetar mi sombrero para que no salga volando por los aires.



Ya dentro del autobús, se pone a mi lado un señor más o menos de mi edad. Tiene sobrepeso y apenas cabe en el asiento.
Me gusta en los viajes conocer nuevas gentes, por eso si comienzan una conversación conmigo, suelo entrar de lleno sin hacerme la dormida...jejeje.
Al cabo de un rato comenzamos a charlar sobre la vida y sus circunstancias. Y como no...de política y los políticos...
Tema de moda. 
Les ponemos a caldo...
Después, nuestra conversación se vuelve más confidencial.
Me cuenta que es soltero.
Lo quiso así porque tenía una relación muy particular con sus padres y prefirió dedicarse a ellos. Con su muerte y sin hermanos, se siente solo.
Le comento que yo también soy soltera.
Me mira por el rabillo del ojo y se le ilumina la cara.
Él, se queja de su soledad.
Yo, la busco.
Si...tienes amigos, familiares, conocidos...pero al final estás solo- me dice angustiado.
Le comento, que vivir en soledad es una opción que se elige con todas sus consecuencias.
Yo lo tengo muy claro. No cambio mi independencia por nada. 
Necesito tener mi espacio, mi tiempo, mi silencio...para leer, para escribir, para salir y entrar...
Y no soy una mujer rara ni solitaria.
Me vuelve a mirar desconcertado, mientras insiste que la soledad es muy mala.
Le gustaría encontrar una mujer que se la hiciera más llevadera.
Le animo a buscarla.
Es un hombre triste. Lleva consigo una mochila de soledades que va desgranado con quien quiera escucharle.
En la vida se apuesta por una cosa u otra. Lo difícil es acertar.
Él parece que no ha acertado.
¿Y quien es el que acierta al cien por cien?
Unas veces se gana y otras se pierde...
Me habla bajito, despacio, muy cercano.
Ojú, casi tengo el corazón en un puño.
Llega el final del viaje y se despide de mi con adiós lleno de melancolía. 



Y vuelvo a mi soledad. A la buscada y querida.
En el fondo, cada uno está solo consigo mismo, por muy acompañado que esté. 
Por eso a mi me gusta mucho hablar con la gente, porque me enriquece siempre.
Acercarse al alma humana es descubrir algo tuyo en el otro.
Y contrastar una vez más que somos muy parecidos y vagamos por este valle de lágrimas pisando la misma senda.
Después, vuelvo a mi mundo. A la vida que he elegido vivir.


Por cierto, después de haber dormido apenas unas pocas horas, una vez en la tranquilidad de mi casa, lo normal es que me hubiera echado una buena siesta.
Buff...no me gusta nada dormir. Ya tendré tiempo en la vida eterna...
Prefiero contar lo que veo y vivo.

P.D. Con esto del confinamiento, las musas se han ido volando. He optado por compartir un relato que Facebook me ha recordado y que escribí hace cuatro años.