27 de marzo de 2023

EL MUERTO.

 


Aquella mañana, las campanas de Villa Candiles de Arriba tocaban a muerto.

Un toque de agonía, lento, a cuerda de dos campanas. Todo indicaba, que era un hombre el fallecido, por los tres toques que se escuchaban por las calles del pueblo.

Era un sonido triste, de despedida; como un quejido, un lamento...

Las campanas, con su repique, eran  las mensajeras, encargadas de comunicar en su propio idioma lo bueno y lo malo que acontecía en el lugar. 

Un ritual ancestral, símbolo de entendimiento entre los hombres y su aventura de vivir.

Con su repique,  eran capaces de reunir a las mujeres, hombres, niños y ancianos en un mismo sentir; ya fuera para un suceso luctuoso, o una alegría festiva.

Su sonido, tenía varios significados: desde un toque religioso, para acudir a misa, o rezar el ángelus, el repicar en una procesión, o el toque a muerto, toque de tormenta, toque de arrebato o de fuego. Incluso para marcar el paso del tiempo desde el amanecer hasta el anochecer.

Aquella mañana el pueblo se vistió de tristeza, ya que le había llegado la hora de la partida a uno de ellos.

En pequeños corros, las gentes hablaban en voz baja, como intentando respetar el dolor de familiares y amigos.

Apenas sucedía nada diferente de las pequeñas rutinas que a todos les atañían y, la novedad, era la noticia que corría de boca en boca.

La pequeña, María, jugaba en la plaza con sus primos. Su tía, Emilia la llamó a gritos, pues se resistía a acudir a su llamada. 

Era una niña cabezota, independiente y soñadora que le gustaba ir por libre.

Al fin, no le quedó más remedio que ir donde se encontraba su tía, pues la amenazaba con ir a por ella y traerla a rastras si fuera necesario. No la quería dejar en la calle a su libre albedrío, pues la habían dejado a su custodia todo el verano y no era de fiar.

-Ven, vamos a ir a casa de Alicia, se ha muerto su padre que es familia nuestra y hay que darle le pésame. 

-¿Qué es el pésame? 

- Es una manera de mostrar dolor y pena a los familiares de alguien que ha fallecido.

-¿Y como se hace?

-Tú, no tienes que decir nada. Yo me encargo.

- ¡Ah, bueno...!

María no estaba muy conforme, pero se dejó peinar, después de haberse cambiado de vestido.

Los zapatos de los domingos, un lazo en el pelo y unas gotas de colonia fueron el aderezo final antes de emprender calle abajo.

Por el camino se iban cruzando con más vecinos que llevaban el mismo camino, hacía la casa del difunto. 

Incluso se podían ver algunos coches, llegados de la capital, de  familiares que habían venido a despedirle.

La puerta estaba abierta. 

La gente se arremolinaba en la pequeña estancia encalada con una ventana que daba al huerto familiar.

En la cama, postrado, el cadáver frío de un hombre de unos cincuenta años. Nariz aguileña, color amarillento, pelo ensortijado. Tenía un semblante de paz en su rostro.

En sus manos enlazadas, almas piadosas habían colocado un rosario.

Le habían amortajado con el traje de su boda; camisa blanca y corbata azul.

Esperaban que la funeraria trajera la caja para meterlo dentro. La más cercana estaba a unos kilómetros del pueblo y no había podido llegar.

El silencio, solo era interrumpido por las toses de los allí presentes. Apenas unos leves susurros al oído de los familiares, haciéndoles partícipes de su pena los que poco a poco iban llegando.

Era un dolor sereno, sin grandes aspavientos. 

Abrazos, lentos y sentidos.

Las lágrimas caían lentamente, mansas y serenas, como aceptando la llegada del final del ser amado.

Había una comunión de afectos y dolorida pena, forjada al amparo de las vivencias de cada uno de los que rodeaban aquel ser sin vida.

A la pequeña, María, no la dejaron entrar dentro de la habitación.

Había que preservar a los niños de algo tan cruel como es la muerte, decían los mayores.

María, y los niños de la casa, nietos del difunto, se quedaron abajo, en la cocina. Eso si, muy callados, pues habían sido amonestados a portarse bien por las circunstancias del momento.

Pero en un descuido, María se escurrió lentamente por las escaleras sin ser vista hasta hacerse un hueco en la habitación.

Detrás de una columna, nadie la podía ver, pero ella veía a todos.

Desde su escondrijo, sus negros ojos se fijaron en el cadáver que yacía inerte y le pareció, la miraba, incluso llamándola por su nombre. Sintió un sudor frío, mientras sus piernecillas parecían flaquear.

Le vio levantarse y salir a su encuentro gritándola  como tantas veces.

Temió la alcanzara por fin y se desquitase de tanta burla con que le habían obsequiado.

El difunto se llamaba, Teodoro y tenía un huerto con árboles frutales.

En las tardes de estío, muchas veces se habían subido a la tapia para robar alguno de sus preciados tesoros en aquel trozo de tierra fértil.

Más de una vez, tuvieron que salir huyendo, por haber sido pilladas infraganti, mientras escuchaban los gritos enfadados del señor Teodoro.

Ellos, le hacían burla desde lejos y gritaban su nombre.

Un nudo en la garganta le impedía casi respirar.

Tenía miedo.

Un miedo a lo desconocido.

Jamás había visto un muerto y se sentía acongojada.

Después de unos minutos, se dio cuenta de que todo lo había imaginado.

El señor, Teodoro, permanecía rígido. Ni sus ojos, ni su boca, ni las manos tenían movimiento alguno.

Después del primer susto, se fue serenando. Incluso, hicieron intención de aparecer unas lágrimas, que amenazaban con salir resbalando por su hermosa carita. 

Eran demasiadas emociones para su pequeño corazoncito.

Pero si algo había aprendido, de aquella circunstancia, era que el señor Teodoro ya no iba a volver jamás.

El huerto, de alguna manera se había quedado huérfano.

¿Quién se ocuparía ahora de él?

¿La muerte viene cuando menos lo esperas?

¿Será muy dolorosa?

¿Se podrá uno escabullir?

Estas preguntas se iba haciendo mientras bajaba las escaleras de la casa.

Una vez en la calle, se sintió aliviada.

Comenzó a caminar deprisa, sin rumbo fijo, como queriendo huir de allí, a no sabía donde.

Al cabo de un rato, se sentó en una enorme piedra. Lucía un sol primaveral. En el prado, unos caballos pastaban pacíficamente.

Un pajarillo cantaba en una rama.

El perro de una casa cercana salió a saludarla. Se sentó junto a ella largo rato.

La vida seguía latiendo en aquel lugar, a pesar de que la muerte había había pasado por allí sin esperarla.

María, cerró sus ojos como para mirar a sus adentros. 

Después, los abrió con todas sus fuerzas, se levantó de golpe y salió dando saltitos por las callejas.

Pasado un mes, su tía le dijo una mañana, que iban a ir a dormir a casa de un familiar que necesitaba compañía.

Su rebeldía le hizo contestar mal a su tía y, esta la reprendió.

- Una tiene que estar dispuesta a hacer algo por los demás, aunque no nos apetezca.

-Ya...pero no tengo ganas...

-Bueno, las ganas se hacen y ya está...

-Pues yo no tengo ganas, de hacer ganas...

Así podían estar horas enfrascadas en pequeñas discusiones.

Su tía, se daba cuenta de la responsabilidad de tenerla todos los veranos en casa y la necesidad de irla formando.

Pero ella, se resistía como gato panza arriba.

Al llegar la noche, emprendieron rumbo a la casa donde iban a pernoctar.

Una luna curiosona iba siguiendo sus pasos.

La calle estaba en silencio, tan solo interrumpido por los ladridos de los perros.

Al llegar frente a la puerta, María, cambió de color.

¡Era la casa del muerto!

Con un manotazo se deshizo de la mano de su tía sin querer entrar dentro.

-¿Pero qué te pasa?

- Nada...que quiero irme a casa.

-Mira, la hija del señor Teodoro me ha pedido venga a dormir con ella, que se ha quedado sola esta noche.

-Ya...pero...yo ...

Tras un pequeño forcejeo, su tía la empujó hacia el portal.

-¡Alicia, estamos aquí!

-¡Ah, hola!

María, caminaba despacio, con desgana, obligada...

En unos minutos se tomaron un vaso de leche con cola cao y se fueron a la cama. 

María, estaba angustiada, no sabía como zafarse y echar a correr lejos.

¡La cama del muerto... la cama del muerto... la cama del muerto...! Iba diciendo para sus adentros.

Una vez allí, se pusieron el camisón y se dispusieron a acostarse.

Era una cama de matrimonio. La de los padres de, Alicia, que ahora había heredado ella.

-María, tú en medio.

- ¡Venga, venga, María...!

¡Ya voy!

Un ligero temblor invadía el cuerpecillo desgarbado de  aquella niña respondona y rebelde.

Haciendo de tripas corazón, como se suele decir, de un salto de metió en medio de las dos.

Solo así, en medio, se sentía más protegida.

¿No andaría por allí el señor Teodoro con un palo?

Ahora estaba a su merced. 

No podría escapar.

Intentó cerrar los ojos, mientras se agarraba a la mano de su tía.

-¿Pero qué te pasa. Estás helada?

-No, nada...

No podía quitarse de la cabeza la cara y las manos inertes del señor Teodoro en aquella misma cama.

Si, en la mima cama...

¿Cómo podía haberle ocurrido a ella eso?

Pensó en contarles su secreto; que había visto al muerto encima de la cama, si, si...de la mismísima cama... que le tenía miedo en vida, que le parecía que estaba allí todavía de alguna manera esperando tomarse su venganza.

Pero, pensó la tomarían por una niña. Y ella era ya casi una mujer. No estaba dispuesta a ceder, a pesar de su temor.

Igual, así, se le quitaba para siempre el miedo al señor Teodoro y a la muerte. Porque mira que la muerte es fea...ah, y el señor Teodoro también era bastante feo.

La ventana del jardín estaba abierta y unas sombras juguetonas se dibujaron en la pared.

María, dio un respingo, que no pudieron percibir sus compañeras que estaban dormidas como un tronco.

Se metió debajo las sábanas sin que se le viera ni la cabeza.

Respiró una y otra vez lentamente hasta serenarse.

Tengo que tener fuerzas- se dijo- la vida no es nada fácil por lo que estoy observando en mis cortos años.

Después, sacó la cabeza y se armó de valentía.

La luna, le sonreía asomada a la ventana.

En unos minutos sus ojos se cerraron agotados.

¿Velaría su sueño el espíritu del señor, Teodoro?


P.D. Basado en hechos reales.