2 de mayo de 2021

ZAPATERO REMENDÓN.

 


Era la época en que estaban en auge los oficios artesanos hoy prácticamente desaparecidos.

Entre ellos se encontraba el de zapatero, muy codiciado por entonces. Unos zapatos tenían que durar el mayor tiempo posible. Las familias no nadaban en la abundancia y se procuraba hacer durar aquello que se poseía.

En pequeños habitáculos a veces sin apenas luz, con un olor muy peculiar a goma y pegamento, y rodeados de herramientas como el martillo para asentar, las leznas, el clicker, las tenazas, la máquina de coser, bisagras y alisadores ejercían su trabajo muy poco remunerado.

El llamado "Zapatero" a causa de su profesión, dio lugar a personajes muy curiosos y originales como los de la historia que os traigo a vuestra consideración.

Incluso hay un refrán popular que reza: "Zapatero a tus zapatos" que hace referencia a a que cada cual debería opinar solamente de aquello que sabe, y abstenerse de manifestarse en aquellos asuntos que no le incumben.

Pero rebuscando por la Red, he encontrado que proviene de la Grecia clásica. Uno de los pintores más famosos de la Grecia antigua fue Apeles. Filipo de Macedonia y Alejandro Magno confiaron en su pincel para perpetuar su imagen.

A Apeles le gustaba mostrar sus cuadros en público para ver si gustaban o no, y mejorar aquellas cosas que no convencían a sus conciudadanos. 

En una de estas exposiciones en la plaza, un zapatero que pasaba por allí criticó la forma de las sandalias de unos de los personajes retratados en la pintura.

Apeles aceptó la crítica y decidió modificar dicho complemento en su taller.

Cuando el zapatero volvió a ver el cuadro y observó que el pintor lo había corregido, decidió criticar más elementos del retrato.

Apeles, para frenar tanta sabiduría, le dijo: zapatero a tus zapatos.

No cabe duda de la sabiduría del llamado zapatero remendón, que ejerce de consejero sobre la conveniencia de arreglar o no un paz de zapatos desgastados y es capaz con su ingenio de reformarles con su arte y darles una segunda vida.

Pero volvamos a la historia que os quería contar.

En un pequeño pueblo extremeño, ejercían de zapateros dos hermanos solteros que se ganaban la vida con ese trabajo sin tener grandes aspiraciones.

Eran un par de grandullones sin maldad alguna. 

Uno de ellos tenía los ojos azules, que daban un poco de luz a sus sucias manos llenas de betún casi siempre.

Su frente, surcada por un mechón rebelde que a veces le impedía ver, le proporcionaba un aire divertido de chiquillo travieso.

El otro, de mirada penetrante e inquisitiva, siempre tenía un pitillo entre los labios a punto de extinguirse y al que apenas prestaba atención. Sobresalían de sus ágiles manos unas uñas negras y descuidadas.

Aquel rincón era como un santuario. De allí salían los dimes y diretes de la población, las noticias más variopintas, los sucesos más inesperados, los chascarrillos más divertidos.

Sus conversaciones no se libraban de numerosos tacos, palabras malsonantes, incluso blasfemias sin ánimo de ofensa.

Por eso, los chiquillos sabedores de la diversión que allí reinaba, no perdían la ocasión de pasar largos ratos con ellos.

Solía acudir, enviada por su madre, una pequeña niña de doce años que apuntaba maneras de adolescente, a llevar a arreglar los zapatos de sus hermanos.

La chiquilla era muy bonita, tímida, insegura.

Le causaba enorme impresión entrar allí, donde era observada por todos.

Suponía un acto de valentía traspasar el umbral, temiendo dar un traspié e ir de bruces al suelo.

La belleza recién estrenada de la pequeña, no pasó desapercibida por aquellos hombres rudos, pero buenos y honrados a su manera.

-¡Qué guapa te estás poniendo! le decían amablemente.

Entonces, un rubor dibujaba en sus mejillas dos círculos rojos haciéndola más preciosa.

La mayoría de las veces, no acertaba a decir de corrido lo que su madre le había dicho que dijera, y su lengua se trabucaba al hablar.

Le impresionaba ver el pitillo casi extinguido en los labios de uno de los hermanos, y pensaba que cualquier día le vería con los labios abrasados y chillando de dolor.

Pero nunca ocurrió. 

Aquel pitillo lleno de babas, parecía tener una compenetración con la comisura de los labios de algo pactado de antemano entre ambos.

Una vez, que por fin, podía hablar y comunicar lo que quería le hicieran a aquel calzado aparentemente nuevo, uno de ellos examinaba con detención el arreglo y si valía la pena realizarlo, así como el importe del mismo.

En unos instantes, aquellas sucias manos desarmaban casi el zapato entero, a la vista de la ingenua niña, que pensaba se habían cargado el zapato y era ya inservible. 

Era entonces cuando se escuchaban palabras  rodeadas de interjecciones reflejando los sentimientos más primarios del ser humano.

Ella, avergonzada, bajaba la mirada y repetía las jaculatorias que su madre, una mujer muy piadosa, le había enseñado a recitar.

Cuando de nuevo, a los pocos días, tenía que volver a recoger los zapatos arreglados, su asombro era enorme. Le parecía mentira, después de haberlos visto casi descuartizados, verlos como recién comprados.

Han pasado los años, y el olor a cuero, a pegamento, a tinta, a tacos y blasfemias, se mezclan con los recuerdos de esa niña, hoy mujer entrada en años.

A ella le dedico esta historia que me contó una tarde de Primavera.