Me contaron de una bella mujer que poseía la sabiduría de la noche. Regentaba un bar de copas y sabía mejor que nadie los secretos que anidan a la luz de la luna. Secretos a veces inconfesables que forman parte de la doble vida que nos empeñamos en vivir.
En la barra del bar y con alguna copa de más, aquella mujer se había convertido en una sacerdotisa que escuchaba sin pudor las confesiones de las miserias humanas.
Allí, en confidencia de amigo y con la complicidad del ambiente, solían contarle los parroquianos sus cuitas, sus desengaños amorosos, su pasado oscuro, sus miedos, sus desencantos, sus angustias vitales, los sueños por cumplir...
Apoyados con la copa en la mano o el cigarro, mostraban a veces sin recatarse su verdadera identidad camuflada por circunstancias familiares y culturales del momento. Era como una necesidad imperiosa de sacar de adentro la verdad que ahoga, que asfixia, que se necesita compartir para hacerlo más humano y llevadero.
Ella, observándoles con sus bellos ojos, escuchaba con un silencio ritual hecho de comprensión ante las flaquezas humanas. Su expresión jamas era de cansancio, pues se había establecido entre ellos una corriente de simpatía y amistad que parecía por la seriedad con la que se lo tomaban que iba incluido en el precio de las copas.
La noche, el vino, la soledad, se aliaban con una fuerza misteriosa y mágica en aquellos encuentros.
Alguna vez terminaban llorando ambos por la inmensa tristeza y angustia que emanaba de aquellas historias que le contaban.
Sin embargo otras veces, las risas y gritos desmedidos acompañaban al relato como intentado olvidar por un instante la propia realidad evadiéndose con aquella alegría puntual.
La mujer de bellos ojos era un remedio sanador para aquellos seres que poblaban la noche en busca de un refugio seguro. Es verdad que era algo efímero y al día siguiente tenían que volver cada uno de ellos a sus propias inseguridades y miedos, pero el efecto sanador de aquellas conversaciones les había valido la pena.
Así, noche tras noche, ella guarda los secretos escondidos de la noche. Jamás saldrá de sus labios palabra alguna que pueda comprometer a aquellos que confiaron en ella, ninguna infidelidad saldrá a la luz, porque guardará siempre el sigilo sacramental con el que ha sido investida como sacerdotisa.