16 de abril de 2015

RETAZOS DE LA VIDA DE CELIA (Capitulo cuatro)


Los recuerdos infantiles se graban en la memoria para siempre, ya sea para bien o para mal...
Celia, siempre guardo entrañables recuerdos de su infancia porque fue una niña amada.

Era una niña delgaducha con poco apetito que se resistía a alimentarse. Sus padres muy preocupados nada más terminaban las clases la enviaban al pueblo con los abuelos y los tíos. Allí en la placidez del mundo rural y sus tranquilas costumbres, regado con el aire y el sol de aquel pueblo de montaña, en pocos días se reponía e incluso llegaba a poner algún kilo.

Cuando llegaba al pueblo le encantaba perderse por sus callejas saboreando su libertad, y como en un ritual iba de casa en casa saludando a sus familiares que eran muchos por aquel entonces.
Aquellas gentes sencillas le obsequiaban con su afecto lleno de una bondad natural y auténtica. Se quedaría grabado para siempre en su alma de niña aquel amor tan puro que recibía a manos llenas de sus seres queridos formando un poso muy profundo.

Su tía Elena nada más la veía aparecer por el corral salia a su encuentro. Siempre solía tener a la puerta algún perro de la familia que al ver a la niña forastera salía tras ella ladrando. Al escuchar los gritos, su tía salia en su ayuda y la abrazaba tan fuerte que solo allí se sentía segura.
Después, sacaba de la alacena un tazón con nata de la leche, y partía una rebanada de la hogaza de pan untando generosamente por encima de ella. Luego, lo espolvoreaba de azúcar y la magia acudía al instante...eran como copos de nieve que caían lentamente.

La tía Elena había enviudado muy joven. Se quedó sola con dos hijas muy pequeñas cuando a su marido le dieron un tiro luchando en el frente en aquella cruenta guerra.
Como pudo junto a su padre y algún mozo se ocupaba de labrar las tierras que poseía y que era el único sustento para sacar a su familia adelante.
Celia se incorporaba cada verano a las faenas del campo por el simple echo de disfrutar. Era solo una niña y bien poco podía hacer, en todo caso estorbar más que otra cosa...
Pero aun hoy, sus recuerdos son nítidos, con la claridad de algo genuino, llenos de la belleza de lo recién estrenado.

Le gustaba subirse al carro de las vacas cuando bajaban a la era para la trilla. Era un medio de locomoción maravilloso que su mente infantil agrandaba por aquello de que era algo nuevo para ella.
Su mayor alegría era cuando la dejaban subir al trillo y dar vueltas y vueltas en la era como si de una noria al ras del suelo se tratara.

Alguna mañana no la dejaban bajar hasta la hora de la comida porque hacia mucho sol. Era entonces cuando ayudaba a su tía a llevar la comida en el capazo de esparto en cazuelas de barro que mantenían el calor primorosamente.
Después del duro trabajo de la mañana eran muy bien recibidas, pues ya las fuerzas empezaban abandonarles y el apetito se acurrucaba en sus hambrientos estómagos.

Los niños eran los encargados de llenar el botijo de agua fresca en la fuente cercana antes de empezar a comer. Aquella agua cristalina que brotaba de las entrañas de la tierra tenía un sabor a vida muy especial. Bebían hasta hartarse y se remojaban unos a otros entre risas, gritos y juegos antes de emprender de nuevo el camino.

Comer en la era era de las experiencias que Celia nunca olvidaría.
A la sombra, debajo del carro, se formaba un círculo con los comensales, mientras se iba pasando la bota de vino a los mayores y una rebanada de pan lleno de ojos  maravillosos, cocido al horno de piedra.
Lentamente se iban llenado los platos de las raciones del típico cocido montañés. Primero un buen plato de sopa. Después otro de garbanzos con berza para finalizar con la carne, el relleno, el chorizo, el tocino...
Llegaba la hora de la siesta o pegar una cabezada antes de empezar de nuevo la labor. Poco a poco el silencio invadía la tarde y cuando parecía que todos dormían, los niños, escapaban sin hacer ruido hacia otros parajes intentado buscar nidos.