7 de octubre de 2010

EL CORRAL DE LOS RECUERDOS


Hacia largos años que no visitaba el lugar. Sus recuerdos estaban intactos, como grabados a fuego dentro de su alma.
 Se acercó sonriendo poniendo sus ojos en cada rincón, y hasta le pareció oír ladrar al viejo perro de la familia. Lejos quedaban los días de la infancia cuando iba a visitar a su tía Paulina y al llegar al corral tenia que salir corriendo perseguida por aquel responsable guardián.

Una vez que su tía salia a rescatarla, se refugiaba en sus brazos donde parecía querer comérsela a besos. En la cocina, unos troncos se quemaban lentamente, mientras salían unas chispas que a ella se le antojaban de colores,  donde los duendes y quizá alguna bruja se paseaban cuando nadie les veía.

Su tía, tenia los ojos mas bonitos que jamás se habían visto por aquellos lugares además de un corazón de oro.
 Como si de una ceremonia se tratara, sacaba una hogaza de pan blanco y cortaba una enorme rebanada. Luego, alcanzaba de un pocillo de la alacena la nata que había sacado de la leche después de haberla hervido, y muy lentamente untaba generosamente el pan. La niña miraba con asombro aquel milagro que solo las manos primorosas de su tía Paulina eran capaces de hacer y pensaba que la felicidad había llegado a ella. Cuando ya su emoción llegaba al extremo, era cuando le ponía por encima una cucharada de azúcar. Al fundirse con la nata le parecía que la belleza de la nieve se había posado por un instante en su rebanada de pan.

Después, subía al desván por aquellas escaleras estrechas y bajaba una manzana roja de apetitosa presencia. Solo con el olor, sus recuerdos se encaminaban a la huerta de al lado de la casa donde crecía la fruta en libertad. También las flores coqueteaban con el agua del riachuelo que cantaba al pasar cerca.

Aquellas empinadas escaleras del desván, no se habían ido de su memoria con el paso del tiempo. Mas de una vez, se escapó silenciosamente para adentrarse en un lugar mágico donde podía hacer realidad todos sus sueños. Había allí toda clase de ropa vieja con la que le encantaba disfrazarse, aperos de labranza de lo mas variopinto, cajas llenas de fotografías de color sepia, nueces esparcidas por el suelo para que terminasen de secarse, manzanas sonrientes con mofletes colorados, andrinos esperando madurar...
Podía pasar horas y horas en aquel lugar. El tiempo se detenía, y allí en su reino, era la princesa mas feliz del universo.
Alguna vez escuchó un ruido misterioso que le sacaba de su arrobamiento. Al mirar de donde provenía, pudo observar un ratón saltarín que trataba de jugar al escondite con ella.

La tía Paulina, tenia dos hijas. Habían visto siendo muy niñas partir a su padre para la guerra. Aquel viejo corral había sido testigo mudo de sus últimos besos y caricias  llevando en su corazón la ilusión de volver. Pero aquel deseo se quedó con su amor para siempre en aquel rincón. Nunca mas le volvieron a ver. Un día cualquiera la noticia de su muerte cubrió de dolor el hogar donde las risas y los juegos habían formado parte de la vida de sus habitantes.

Pero la fortaleza formaba parte de la tía Paulina y supo sacar adelante a sus hijas con mucho sacrificio. Una de ellas era maestra de corte y confección y juntas hacían preciosos vestidos para la gente del pueblo. A aquella inquieta niña, le encantaba coger retales pequeños y restos de telas para hacer primorosos modelos a sus muñecas. Les ponía arfileres, les hilvanaba, les probaba una y mil veces imitando a los mayores experimentando el arte de la alta costura.

Los años pasaban y con ellos la vida
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