26 de enero de 2011

MIKEL



Mikel lloraba en silencio. Después de un caluroso y alegre verano donde había compartido con su dueña tardes maravillosas al sol, ahora, recién empezado el invierno se encontraba solo y abandonado en un rincón del huerto familiar.
Hacia frío, mucho frío...las heladas eran continuas, incluso la nieve había cubierto el lugar en una ocasión. Menos mal que le protegía una pequeña cubierta de chapa. Aun así, los días se le hacían eternos.
Su carita se alegraba cuando observaba el ir y venir de los niños a un colegio cercano. Como podía se ponía de pie y a lo lejos les sonreía. Mas de una vez se preguntó si su dueña pasaría algún día por allí y le liberaría...necesitaba acurrucarse en su regazo, sentir las caricias de sus pequeñas manos, acompañarla en sus paseos, volver a escuchar su risa cantarina.
Lo peor de todo era la noche. Siempre había tenido mucho miedo. Era un miedo incontrolado a la oscuridad, a encontrarse solo en medio de la penumbra sin tener un cálido corazón al lado.
Por eso, cuando termina el día y la oscuridad invade aquel rincón, su alma, tiembla, porque siente la soledad de una manera especial.
Al principio, cuando escuchaba cimbrearse los chopos, se estremecía por dentro pensando en inminentes peligros. Muchas veces creyó ver figuras fantasmagóricas que bailaban y se reían de él, incluso escuchó gritos y susurros en la noche.
Con el paso de los días su temor se ha ido diluyendo, sobre todo porque una noche se acercó a él un precioso gato negro vagabundo. Le olió varias veces, incluso le lamió con su áspera lengua. Muy despacio se enroscó a su lado y se quedó dormido pensando que había encontrado un estupendo amigo.
Desde aquella noche no le asusta ni el ruido de las hojas, ni la oscuridad, ni los fantasmas...espera con ansiedad ver aparecer entre los arbustos el negro pelo de su amigo, y sentir los latidos de su corazón mientras duerme a su lado