7 de mayo de 2015

RETAZOS DE LA VIDA DE CELIA ( Capítulo quinto)


Los recuerdos de Celia respecto a la figura paterna estaban grabados fuertemente por la huella que dejaron en su alma infantil.
Su padre, para ayudar en la economía familiar se compro un huerto con la intención de labrarlo y obtener productos naturales de la tierra para el consumo familiar.
Allí plantaba lechugas, tomates, patatas...
De esa manera tenían alimentos de primera necesidad a bajo precio y de excelente calidad, gracias al esfuerzo que  su padre empleaba en las horas que le permitía su trabajo profesional.
El huerto estaba cerca del río y alguna vez su madre le enviaba a llevar la merienda a su padre disfrutando con él durante unas horas.
Le gustaba ayudarle a regar las lechugas recién plantadas. Con un cubo de cinc se acercaban juntos a la orilla del río y los llenaban de agua clara y cristalina para después como en un ritual ir bautizando aquellas plantas llenas de futuro de vida.
Luego, debajo de un manzano comían juntos la merienda que su madre había preparado con primor.
La comida siempre estaría ligada a los recuerdos que tenía de su padre. Su padre trabajaba en la mina y en aquella época no se habían inventado las duchas para los mineros, por lo tanto volvían a casa llenos de carbón. En su recuerdo veía su padre con la cara negra donde sobresalían sus ojos expresivos y cariñosos capaces de acogerla siempre.
A Celia le gustaba esperarle, y a pesar de la negrura de su cara, darle un beso.
Después de lavarse, muchas veces sacaba del morral algo de merienda que su madre le había preparado y con aíre misterioso- sabiendo que Celia era muy mala para comer por su falta de apetito -le decía que la "Vieja del Monte" se lo había dado para ella.
Celia con enorme emoción lo cogía en sus manos y se lo comía ilusionada pensando en aquel mítico ser que vivía en las montañas y se había acordado de ella.
La "Vieja del Monte", cuando Celia fue mayor, descubrió que era un ser de la mitología leonesa que vivía en las montañas, apartada de la sociedad pero que se acordaba de los niños y les enviaba obsequios. La leyenda corría de boca en boca por los pueblos pasando de generación en generación. Era una anciana de mirada dulce y penetrante, que tenía un horno donde amasaba pan para los niños y se lo entregaba a los padres al terminar su trabajo.
 ¡Cuanto hubiera dado Celia entonces por haberla visto aunque fuera solo unos instantes!
Su padre fue a lo largo de su vida su protector, la roca donde apoyarse. Recordaba que cuando era una niña muy pequeña se acercó un día con su curiosidad infantil a contemplar una gallina con sus polluelos.
Al verlos tan pequeñitos no se le ocurrió otra cosa que coger uno en sus manos para abrazarlo. La gallina al darse cuenta, la emprendio a picotazos con ella intentado defender a su prole. Celia gritaba y gritaba hasta desgañitarse. Su padre que no andaba lejos, se acercó con premura a consolarla. También de alguna manera a defender su prole, como la gallina...
Siempre que le necesito estuvo presente brindándole su apoyo y su cariño incondicional.