15 de febrero de 2009

Ariadna (capitulo tercero )

Cercana al río estaba la huerta del tío Ramón .

Era la huerta para la imaginación de un niño un lugar lleno de magia.  En ella veía crecer cada día sujetos en unos palos, los fréjoles. Como en una maraña de espesa cabellera, subían enroscados  haciendo bonitos tirabuzones y bucles.

Cuidando de no pisar las lechugas recién plantadas,  iba hundiendo con sus alpargatas los pies en la tierra, de donde como por arte de magia, salia vida.

Al lado los tomates empezaban a colorear ... le recordaban a veces los mofletes de su primo Carlos, cuando después de jugar al balón en la plaza, subía por sus pómulos sin ningún pudor, un color rojo  dándole un aire travieso.

Lo que verdaderamente  le llenaba de entusiasmo era el viejo cerezo... Cuando ya su fruto estaba en sazón, el tío Ramon se subía a una escalera y con una cesta colgada de una rama iba cogiendo primorosamente las cerezas más rojas.

El sol las llenaba de un colorido especial y su brillo parpadeaba y llenaba de fantasía aquel maravilloso rincón.

Una vez abajo la cesta, su tío, con cara sonriente le animaba a meter su menuda mano dentro o las dos ...

Tratando de coger un enorme puñado , sentía en su piel la vida recién cortada del árbol y su boca , saboreaba con pasión infantil  el maravilloso fruto de la huerta. Se llenaban la comisura de sus labios de color rojo, y sonreía a la vida como lo hacen los niños.

Los chopos se miraban con complicidad y no se acostumbraban cada verano  a observar la ilusión de la niña que acudía presurosa  a realizar aquel rito que cada año le hacia tan feliz.

Mas tarde, a la sombra de un árbol saboreando la merienda  que la abuela había preparado para ella, la hierba se le antojaba la mas maravillosa alfombra  que nadie hubiera podido soñar.

Su risa cantarina se oia  como el murmullo del agua cercana que corria en libertad.

Jugaba con el tio Ramón que divertido le colocaba un paz de cerezas en cada oreja a modo de pendientes . Nunca una joya lució con tanta belleza y sencillez en la cara de la niña  a lo largo de su vida.

Cuando empezaba a anochecer emprendian el camino de regreso a casa, y los caminos y veredas se llenaban de ilusiones infantiles, de recuerdos imborrables,  de miradas de eternidad.
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