9 de diciembre de 2021

RETAZOS DE LA VIDA DE CELIA. (Octavo capítulo)

 


La madre de Celia era una mujer muy alegre y divertida.

Amaba la vida con pasión.

 Le gustaba mucho el cine, y le solía cantar las canciones de las películas que había visto, que hablaban de amores prohibidos, no correspondidos, o el amor mismo en todas sus expresiones y, es que de si algo sabía su madre, era de saber amar.

Era una mujer buena, vital, fuerte, generosa.

Era muy limpia y tenía la casa como los chorros del oro. 

De vez en cuando le daba por hacer limpieza general. Comenzaba por la mañana temprano, y al volver del colegio a la hora de comer, seguía metida en su mundo de polvo y telarañas.

Al verla llegar y darse cuenta de que no tenía la comida hecha, improvisaba en pocos minutos un plato combinado que consistía en patatas fritas, huevos y salsa de tomate. 

En sus ojos infantiles, las manos de su madre, entonces, eran como las de una maga. Aquel plato era su favorito y un auténtico majar para ella. 

El sabor de aquel plato elemental, hecho con el cariño de su madre hacía ella, estaría ligado a sus recuerdos de infancia respecto a los sabores y olores gastronómicos.

Y recuerda, como estaba deseando, que su madre se enfrascara de nuevo otro día en el arte de la limpieza, para degustar una vez más exquisito plato.



Celia era la mayor de las chicas. Tenía un fuerte carácter que comenzaba a afianzarse con sus quince años.

Por eso, fueron muchas las veces que chocaban sus caracteres, ya que su madre se apoyaba en ella para las tareas de la casa y el cuidado de sus hermanas más pequeñas.

Su rebeldía juvenil se veía reflejada en pequeños gestos ante la autoridad materna.

Pero no conserva de aquellos encontronazos trauma alguno, ya que eran pequeñas anécdotas a la hora de ir adquiriendo su propia personalidad como ser humano único.

Su madre le enseñó a amar el cine, la música, el arte, la naturaleza, la vida...

Se quedó para siempre en su corazón, esa humanidad que desprendía su madre por los cuatro costados, y que le sirvió de ejemplo en su vida de adulta a lo largo de su vida.

Las grandes gestas y heroísmos se aprenden al calor del hogar en los primeros años de vida.

Y de ella aprendió a amar los libros y las letras. Cuando estaba interna en un colegio, las cartas de su madre le llegaban repletas de prosa poética contándole de manera muy bella los acontecimientos familiares.

Y ríe al recordar, cuando muy niña, que no quería asistir a la escuela. Quizá por el miedo a lo desconocido.

Una prima de su madre que vivió una temporada en su casa, era la encargada de cogerla en brazos y llevarla por todo el pueblo, a pesar de sus gritos y pataleos hasta la escuela.

Hasta que un día, un barrendero le preguntó con mucha ternura que era lo que le ocurría para llorar de esa manera. 

Ella, con la voz entrecortada, le contó como pudo el porqué de su llanto.

Entonces, él le fue explicando muy despacio todo lo que iba a aprender allí y que seguro lo pasaría muy bien.

Desde aquel día, nunca más la tuvieron que llevar a rastras. 

Iba caminando y saludando a su amigo el barrendero cuando se lo encontraba en su camino hacía la escuela.

Los primeros encuentros con la letras, a pesar de no querer nada con ellas, dieron su fruto años más tarde.

Los recuerdos vienen y van, pero de alguna manera siempre están presentes.

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