Un arrullo de Otoño se ha metido en mi corazón y me mantiene cautiva.
Lentamente se va adueñando de mi ser, mientras contemplo extasiada la belleza de los árboles cercanos.
Me gusta pasear al atardecer cuando el sol se despide.
Las hojas muertas se van pegando a mis zapatos mientras camino. Se oye un rumor dolorido, un lamento, como si la muerte acechara los caminos.
Se van los amigos para siempre.
Una nostalgia habita en los corazones.
Se asoma en el horizonte la incertidumbre de lo desconocido.
Pero la vida me sale al encuentro mientras veo pasar en fila los pequeños niños de una guardería cercana.
Me conmueve su inocencia, la sonrisa a flor de piel, sus manos regordetas, su cara con un halo travieso, su caminar dando pequeños saltitos, sus ojos abiertos a la belleza de la vida.
Un perro anciano va en un cochecito. Su andar se ha vuelto lento y pesaroso. Almas generosas y buenas lo cuidan con primor dándole los últimos cuidados hasta el final de sus días.
Hace tiempo que forma parte de la familia.
El amor crea vínculos.
Los seres vivos necesitamos el amor para vivir.
Por eso las heridas de amor tardan en cicatrizar.
Hoy me fui lejos.
Necesitaba caminar.
Caminar sin rumbo.
Sentir el beso del sol, el palpitar de mi corazón inquieto en cada paso, para sentirme viva.
Las gentes y las calles rezumaban alegría.
Y me llené de esas ganas de vivir.
Después, regresé a la paz del hogar, renovada por dentro.
A veces hay que hacer un parón, salir de nosotros mismos, olvidar problemas, volver sobre nuestros pasos, reencontrarnos y aceptarnos tal y como somos.
Y amarnos.

